La despedida

Chano Vera

Desarrollador
21 octubre, 2021

El tren finalmente llegó. No recordaba como llegué ahí, pero sabía que tenía que subirme; ni siquiera fue un pensamiento consciente, cuando noté qué estaba pasando, el tren ya había iniciado su marcha.

Me quedé un momento sujetando el pasamanos, mirando mi reflejo; en verdad me veía cansado, abatido, con ojeras muy pronunciadas. ¿Cómo había llegado a ese estado? Había lluvia en el horizonte y la vista era gris, haciendo juego con mi reflejo. Era un día triste, melancólico; añoraba los días soleados y calurosos, pero se sentían muy lejanos en mis recuerdos, casi como si se hubiesen ido del todo, perdidos en mi memoria. Esbocé una sonrisa (muy ligera) con la esperanza de que [el día] mejorara, aunque con pocos ánimos.

Repentinamente el sol me dio de lleno, había roto las nubes y descuajado el día en todos sus colores; en olores de primavera, en felicidad de juventud. Todo olía a nuevo, a fragancia fresca, naciente, descarada; olía a ti. Tanta felicidad me tomó por sorpresa, sobretodo porque era invierno; principios, sí, pero invierno, y uno intensamente frío, por cierto. El olor a ti fue lo más desconcertante, hacía mucho que no hablábamos, no había tiempo; nunca había tiempo. Miré mi reflejo; mi sonrisa era completa y no había mas ojeras. Me parecía más a mí. No. Me parecía más a mí cuando estabas tú. Entonces te vi.

Mentiría si dijese que no hubo aviso pues hasta el sol parecía confabulado para que te notara. Cómo si pudiese no notarte. Me habías roto el corazón, volcado mi vida y aún así te amaba. En lo hondo de mi pecho agradecí al viento por llevarse mis grises y traerte a mí una vez más. Subiste con ese andar de gacela felina mientras esbozabas tu siempre desbordante sonrisa, hasta parecías feliz de verme; y creo lo estabas, por el abrazo tan fuerte que me diste. Se me desbordó el pecho en ese momento. Te abracé, patoso, como siempre. Olí tu cabello, siempre tostado, ondeante, espléndido, más largo que antes; estabas radiante. Entonces me miraste y dijiste “hola” como si fuera una ensoñación. Eso bastó para horadar cualquier resistencia. Mi espíritu se acobardó al notar que no venías sola, así que me separé hecho un manojo de nervios, sin dejar de mirarte embelesado.

Me presentaste a Martín; moreno, desgarbado, más bajo que yo, con un aire salvaje. “Habrá tenido una vida muy dura”, pensé. No me agradó. Estaba seguro que él nos había separado, pero no quise ahondar en ello.

Luego vino Mariana; llevaba un hermoso vestido con estampado de hojas secas, que hacían juego con su piel ligeramente apiñonada, sus ojos verdes, algunas canas incipientes y una amplia sonrisa. Supe que era especial con solo verla.

Al final saludé a Marina; alta, pálida, imponente; más delgada de lo que recordaba. su piel, nívea, enmarcaba sus grandes ojos con unas cejas muy tupidas y ojeras muy marcadas. Su cabello era extraordinariamente lacio y vestía de negro. Marina siempre mostraba una sonrisa amable. Era imposible pasarla por alto; todos la conocían y respetaban a donde quiera que iba.

Saludé y nos sentamos juntos.

Los cubículos no eran especialmente grandes, para cuatro personas, pero nos las arreglamos para sentarnos juntos; Mariana, tú y Marina de un lado y Martín y yo del otro. Era gracioso ver a Mariana luchar de vez en cuando por no salirse del asiento; ir tan apretadas daba como resultado que ambas ta abrazaran mucho todo el tiempo, casi como compitiendo. La plática de Mariana volvió todo muy ameno, todo era risas y diversión con sus ocurrencias, en verdad era muy especial, pero la corona te la llevabas tú con tu sonrisa y la mirada de complicidad de cuando estábamos juntos. Pronto llegó el momento de bajarme. Tú lo supiste. Me conocías tan bien que, aunque no dije nada, supiste que iba a despedirme; tomaste mi mano por encima de la mesa y me pediste que me quedara. Quise excusarme diciendo que era importante llegar a mi destino, pero las palabras ni siquiera salieron de mi boca. Me explicaste de que se trataba ese viaje. Te ibas para no volver.

Sentí regocijo de verte, sentí angustia de pensar en no verte más. Imaginé mi vida llena de sombras grises, con un horizonte de nubarrones; un páramo lúgubre carente de ti y todas tus luces. El tren se detuvo y vi mi parada; fría, húmeda, aciaga; con la sentencia de no verte más. Sentí su llamado lleno de soledad. Sentí el llamado de mi destino y decidí cambiarlo permaneciendo a tu lado; me quedé contigo y al hacerlo quemé todas mis naves. No había regreso.

El viaje duró más de un día. Hice las pases con Martín, no necesitaba ese peso en mi espalda. Mariana fue tan divertida que en ocasiones tenía que obligarme a dejar de reír para respirar un momento; no recordaba cuando fue la última vez que reí tanto. En verdad era extraordinaria. Ya casi al final la descubrí mirándote con una ternura infinita; al ver lagrimas en su rostro entendí que te amaba con un amor profundo y dulce [justo como yo]. Tú me tenías anonadado. Todo era risas y diversión, ni un asomo de tristeza por saber que no verías más a tu familia ni seres queridos; como si lo que venía fuese tan grande que no importaba tener que dejar toda una vida atrás. Marina te miraba con semblante triste y resignado, ¿De qué me estaba perdiendo?

El viaje fue muy extenso pero en ningún momento cansado. Llegamos a destino y caminamos. Tu paso era más lento de lo habitual, sin embargo era fuerte, dulce, admirable.

Marina y Mariana entre sollozos te miraban con amor; Martín se quedó atrás. Entendí que esperabas que te acompañara cuando tomaste mi brazo con calidez y arrojo, como cuando éramos uno, aprecié tu gesto y te tomé la mano mientras caminábamos juntos en soledad por un camino blanco a casa.

La casa, salvo por los muebles esenciales y unas lámparas con mucha luz, estaba vacía; después de casi dos días por fin estuvimos a solas y aunque todos se quedaron atrás, no te encontraba por ningún lado.

Revisé la casa con ánimo de conocerla, pero más con ánimo de encontrarte; era grande, amplia, cálida, como siempre habíamos soñado que sería el lugar donde viviríamos juntos, con ventanas amplias por todas partes y mucha luz. Sentí un deseo intenso de quedarme contigo, pero supe que no podía. Te encontré en la bañera, esperándome.

Por primera vez desde el vagón pude ver un dejo de tristeza en tu mirada, me metí con todo y ropa y nos quedamos en silencio; estuvimos ahí un rato, compartiendo sin hablar. Me mirabas con ternura y amor, una lágrima resbaló en tu mejilla izquierda mientras tu boca hacía una mueca para no llorar. Te veías tan valiente, tan única, que entendí el porqué te amaba tanto. Supe que me amabas también aunque ya no estábamos juntos, te acompañé al final del camino ¿No es así? Pronto, cual horrible costumbre, arruiné el momento rompiendo el silencio, casi a punto del llanto te pedí que regresaras, que te quedaras conmigo, que olvidaras todo y comenzáramos de nuevo. Al final lloré confesando que te amaba. Qué aún con mi corazón roto te amaba. Me miraste; tu mirada fatigada se posó en mí; me abrazaste y no dijiste nada. Pude sentir un te amo y un gracias en ese abrazo. Pude sentir un adiós. Te recostaste de nuevo mirando el intenso blanco del techo. El llanto de mis ojos inundaba mi rostro antes seco, quise hablar nuevamente, pero el nudo en mi garganta no me dejó, te abracé y me quedé dormido.

Desperté y ya no estabas. Descansabas en ese hogar de nuestros sueños. Te había perdido para siempre.

—Tu madre me llamó esta mañana. Habías fallecido. Nos ocultaste el cáncer que se llevó tu vida en 8 meses ¿Hacía tanto que no te veía? No permitiste a nadie estar cerca. Ella Estuvo ahí cuando pasó, dijo que dormías, que despertaste, sonreíste y le contaste que había estado contigo, en nuestro hogar. Que te ibas a esperarme. Yo no pude hacer más que llorar. Lloré y lloré hasta que comprendí que no había sido un sueño. Que me habías dicho tan solo hasta luego y que nos veríamos pronto. Donde quiera que estés, si puedes leer esto, quiero que sepas que te amo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *