Les amo a los dos

Chano Vera

Desarrollador
22 octubre, 2021

Me paro al filo del risco, donde el aire es más frío, más fuerte, donde la brisa se lleva los recuerdos y la sal enjuaga las heridas; aquí vine a liberar mi alma del recuerdo opresor, aquí por fin vine a tratar de hallar la libertad. Suspiro y veo el ocaso, un flamante horizonte lleno de tonos cálidos y fulgurantes, perfecto para inspirar el desahogo de un alma que necesita desahogarse, descansar de si misma y sus recuerdos.

Lo siguiente que pasa por mi mente se encuentra en un punto lejano en el tiempo y el espacio; me encuentro a mí misma caminando en un vestido satín, rojo, largo, de noche, con zapatillas altas que estilizan mi figura, el cabello de gala y maquillaje de lujo, todo perfecto para ser la protagonista de la noche; pero no lo soy. Giro y veo acercarse un flamante carruaje de acero y cristal, brillante como el día, como un sueño, como esos cuentos donde me veía de protagonista, pero ese día no era yo la que debía lucirse; en el carruaje venía la novia, la princesa del cuento, ataviada de pulcro e impoluto blanco, me vé y esboza una perfecta sonrisa y levanta la mano para saludarme, lo hace de manera efusiva a través del cristal. Su rostro es radiante, pleno, lleno de dicha, nunca había visto una felicidad tan exultante.

El carruaje pasa frente a mí llevando el peso del pasado y la historia, llevándolo todo, removiéndolo todo; las risas, los juegos, los abrazos, las noches de secretos en la infancia, el primer paseo de la mano, el primer beso; también lleva los llantos, las peleas, los desatinos, equivocaciones y malentendidos que trae la adolescencia, el primer amor y las malas decisiones. El estreno de nuestra sexualidad, las noches llenas de pasión, los besos y las promesas de amor eterno que se vuelven fugaces con los cambios de la vida. Toda nuestra historia se resumió en ese carruaje brillante y hermoso, toda nuestra historia vivió y murió en el instante en que la vi cruzar el atrio de la iglesia, llena de dicha, rebosante de estúpida felicidad por ofrendar todo lo que es y lo que tiene al lado de un hombre que, dicho sea de paso y en honor a la verdad, la ama como a su vida. La ama tanto como le amo yo a él.

Sí, esa historia nos pertenece a el novio y a mí.

Camino despacio y me topo con su familia, con toda la felicidad fingida y educación que puedo saludo con la más radiante de las sonrisas, se han tomado la molestia de invitarme, no podía ser menos. La familia de la novia me mira con extrañeza, algunos más con poco oculto desprecio; todos aquí saben quién soy y lo que he significado en la vida de Joaquín. Joaquín es el novio. Mi mejor amigo. El chico que he amado durante toda mi vida. La familia de Joaquín me abraza con fulgor dándome la bienvenida, sé que su cariño es sincero y sé que algunos sienten pesar por mí esta noche, pero no me permito dejarles ver lo difícil que es para mí el estar aquí. Es su noche y solo de ellos, ya habrá otros días para llorar mi pérdida. Sé muy bien que llevo mi corazón a un altar, donde lo dejaré marchito cómo ofrenda, porque le amo y él me ama, pero le ama más a ella, y cómo su mejor amiga debo estar para él.

Las personas caminan de un lado a otro buscando sus lugares asignados, mi paso es firme, pero siento que desfallezco cuando lo veo por fin. Nunca lo he visto tan guapo. Me entregaría a él aquí mismo, frente a toda esta gente, si eso significara alguna diferencia. No puedo moverme, tengo un pequeño pánico ahondando en mi pecho. Él me ha visto, se despide y camina hacia mí, tan guapo, tan gallardo y pulcro ahora que se ha quitado esa barba de tres días que trae siempre. Sonríe. Me sonríe y mi corazón brinca de emoción, ¿cuándo me enamoré tan intensamente de él? ¿cuándo tuve la fuerza de dejarlo ir?

—Renata, me da mucho gusto que estés aquí.

Sonrío como una estúpida y me abraza mientras toda mi piel se eriza, lo abrazo de vuelta con mucha fuerza, deseando que no termine nunca, pero él se separa, sin soltarme aún los brazos.

—Gracias por venir, sé que es un sacrificio ahora que vives tan lejos.

Me remonto al risco nuevamente, atrás quedó mi vestido rojo y mis aretes de plata para ver de nuevo ese atardecer majestuoso; miro hacia abajo y reconozco el lugar donde empezó todo, esa caleta donde siendo niños nuestros padres se conocieron y convivimos cada día de cada verano por toda la vida. Recuerdo cómo siempre jugábamos a los castillos y él me decía que un día sería la reina de su castillo. Ahí nació mi amor por él. Año con año fuimos creciendo y conociendo nuevas cosas. Un día nos mudamos a su ciudad y empecé a ir en su mismo colegio, a sus propias clases, y él me adoptó de inmediato en su círculo, siempre me defendió de todo y todos, siempre conocimos todas las primeras veces juntos, y siempre compartimos todos los veranos en esa caleta, siempre creí en ese siempre.

Regreso a mis tacones altos en el pasillo de la iglesia, Joaquín se despide y camina al altar, ¡Dios, camina al altar! ¡debo detenerlo! Camino hacia él pero solo acierto a ocupar mi lugar como una más de las damas de honor. Sí, Lucía me ha pedido ser su dama de honor. La detesto pero ahora soy su amiga. Y lo peor, no la detesto realmente. Conocimos a Lucía en la caleta, era nuestro segundo año de universidad y ella y su familia acababan de mudarse, alguien los llevó a la playa y terminaron cerca de nosotros. Lucía desde el primer momento reparó en Joaquín y se acercó a nosotros. Era apenas una niña, recién terminaba su bachillerato e iba a entrar a la universidad ese mismo año. Joaquín la miraba mucho, mucho más de lo que a mí me hubiese gustado. Joaquín empezó a frecuentarla; empezó con un helado, un paseo, una película y luego unos besos. Entonces me lo contó todo y me dijo que le amaba. Lo corrí de mi casa ese día y le dije que no quería verlo de nuevo en mi vida. Mentira, si él era mi vida. No pudo evitarlo, lo sé, ella era cómo un huracán de felicidad que dejaba estragos de miel por donde quiera que pasaba y a mí no se me terminaba de quitar lo huraña. Lo inevitable pasó, se hicieron novios y pasé a la historia. Lucía supo lo que hubo entre nosotros. Un día vino a mí y me pidió perdón mientras lloraba como si el mundo se estuviese acabando. Y sí, mi mundo se estaba acabando. Lloramos juntas mucho rato. Compartimos un helado, un paseo, una película y nos enamoramos también. La muy maldita se convirtió en objeto de mi afecto y ya no pude odiarla más porque era maravillosa y él la merecía cómo el premio que merece todo un caballero. Perdoné a Joaquín y puse tierra de por medio, regresé a mi ciudad natal, me titulé allí e hice mi vida lejos. Entonces Lucía me llamó, estaba de visita. Llegó a mi casa, me abrazó y lloró como si el mundo se estuviera acabando otra vez. Y otra vez lloré, lloré porque supe a que venía. Lo supe por esa congoja que se formó en mi pecho y el nudo en mi garganta que no me dejaba hablar. Había venido a invitarme a su boda. Ella le amaba tanto y él le amaba tanto. Y ella me amaba tanto también; me dijo que no se casaría si yo así lo decidía. Le dije que no iba a casarse. Se puso blanca, tragó saliva y con una voz apenas audible me dijo todo lo que yo necesitaba escuchar.

—No me casaré.

Yo solté una risa que era más un gemido y la abracé.

—Eres una tonta, claro que vas a casarte.

Empezamos a llorar y a reír otra vez. Compartimos más helado, un paseo, una película y nos enamoramos otra vez. Estaba lista.

—Tienes que ser mi dama de honor.

—Eres una tonta.

Reímos y pasamos dos estupendas semanas juntas.

Seis meses después tenía puesto un vestido rojo, tacones altos y los padrinos me comían con la mirada. Son unos tontos todos ellos, ninguno sabe que yo solo tengo ojos para el novio, pero él solo tiene ojos para Lucía; ahí, en el altar, lo he visto más feliz que cuando terminamos nuestro primer castillo de arena que sí parecía un castillo y duró más de 30 segundos sin derrumbarse. No puedo más que ser feliz aunque mi corazón se haga cachitos. Después del «acepto» todo ha sido maravilloso; la salida de la iglesia, la recepción, los bailes, el llanto en el jardín, el cliché está casi completo, falta la charla con el novio y ahí viene, radiante, sin su esposa.

—Gracias Reno, no podría haberlo hecho sin ti.

Me abraza, lo abrazo, lloro poquito y la veo en un rincón, agazapada, con las manos cruzadas sobre su pecho, mirándonos con ojos de ciervo herido; ella siempre temerá de mí, porque no se da cuenta que él no tiene ojos para nadie más que ella. Le extiendo el brazo y viene y nos abrazamos los tres mientras suelto una risa que parece un ruego.

—Les deseo que sean felices por siempre.

Regreso al risco, la noche me ha alcanzado y el frío y el viento arrecia. Me he despedido.

No, no voy a saltar, solo he venido a decir adiós. Les amo a los dos.

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