Se llamaba Martita

Chano Vera

Desarrollador
23 octubre, 2021

Tomo mi corpiño y me recreo en el espejo; mi reflejo me parece precioso. Me gusta mirarme desnuda. A mis 14 años mis pechos ya son turgentes, mi cintura estrecha, mis piernas gruesas y torneadas; pronto ya no necesitaré de un corpiño, mi cuerpo será totalmente de mujer adulta. Eso me llena de orgullo. Me hace sentir que puedo comerme el mundo.

Me pongo el corpiño blanco con estampado de flores rosas, son de un rosa intenso, casi fluorescente, lo elegí así a propósito, porque sé que de esa manera se verán través de mi blusa. Eso me gusta.

Me suelto el cabello, lacio, negro, con un fleco de lado; hace un precioso contraste con mi piel blanca. Me encanta lo bonita que se ve mi cara enmarcada en mi cabello suelto y mis pecas decorando el color miel de mis ojos. Reviso el depilado de mis cejas, que es lo único que me permiten en la escuela. Me pongo brillo labial para verme más bonita, sé que con una sonrisa el prefecto siempre finge que no se da cuenta y me hace tantito más feliz.

Me pongo mi blusa más ceñida, mi falda más corta, mis calcetas largas y mis zapatos altos; mis piernas se ven generosas con este atuendo. Es hora de irme al colegio.

—Dulce, apúrate.

Papá siempre me lleva al colegio, y yo como siempre le refunfuño todo lo que dice; dice que parece que me pagan para hacerlo enojar, pero no sé porque se enoja si siempre dice que hay que hacer nuestro trabajo con el máximo esfuerzo.

Al llegar a la escuela lo primero que hago es dirigirme a los baños, esta falda es demasiado larga todavía. Doblo la cintura de la falda con mucho cuidado para que no se note y me miro al espejo. Me veo espectacular. Solo me preocupa que una persona me note.

Les voy a contar la historia de quien es, porque siento que se me quema en la boca.

Comenzó el año pasado, me di cuenta de lo rico que es tocarse; mis amigas ya experimentaban con compañeros de clase, pero a mí me parecían insípidos, lerdos; siempre me contaban cómo eran torpes, toscos y terminaban muy rápido. Yo no quería eso. Mi mamá lee novelas de romance; yo quería algo así. Quería que quien me tocase lo hiciera con seguridad, con experiencia, que me derritiera y me hiciera temblar entre sus brazos, justo como en las historias. Leerlas me espabilaba mucho, sentía cosas que antes no, cómo mi vientre muy caliente, mis muslos muy mojados y mi imaginación muy viva. Sentía que me estaba perdiendo de algo. Entonces vi sus manos.

Era la tercera semana de clases cuando cambiaron al instructor de educación física; solo de ver sus manos se me removió algo dentro. Eran las manos más bonitas y delicadas que había visto nunca. Se notaban suaves, delicadas, de uñas perfectas. Nos la presentaron como la maestra Martita. La maestra Martita tenía un dominio absoluto de su cuerpo; podía sostener su pierna al aire sin temblar ni un poquito, su flexibilidad era asombrosa, nos enseñaba las posiciones como algo natural e indoloro. Estaba fascinada con su temple. Estaba fascinada con sus manos. Con su piel. Su rostro, su cabello. Por primera vez le puse rostro a mis fantasías y no era un hombre. Eso era lo que faltaba.

La maestra Martita tenía como 35 años, el cabello muy corto y cero maquillaje. Aún así era preciosa. Era sumamente estricta con los niños, pero extremadamente dulce con nosotras. A veces nos corregía la postura en los ejercicios y yo lo hacía mal a propósito, para que me tocara; siempre se me agitaba la respiración de solo tenerla cerca.

Un día, terminando gimnasia, me estaba tocando las piernas donde ella me había tocado cuando sentí que alguien me estaba espiando; me enojé e iba a reclamar cuando me di cuenta que era la maestra Martita, ¡Me estaba viendo las piernas! Me quedé anonadada y totalmente ruborizada, entonces se fue. Mil cosas pasaron por mi cabeza. ¿Le gustaba a la maestra Martita? No sabía que pensar, porque realmente no había pasado nada y quizá todo estaba en mi cabeza. Estaba muy revolucionada por todo lo que me pasaba por la mente. Imaginé que en vez de irse, entraba,me quitaba mis tenis, mis calcetines y acariciaba mis pies con sus manos suaves; subía a mis tobillos, entornando sus manos alrededor de ellos. De solo pensarlo mi respiración se hacía difícil. En mi cabeza ella seguí a mis piernas, deleitándose en mi piel; todo esto siempre mirándome a los ojos. Sonó la chicharra y pegué un brinco. Me había perdido toda la clase por estar soñando.

Esa semana fue una tortura. Mi cabeza estaba llena de las escenas de las novelas rosas de mi mamá y las protagonistas éramos la maestra Martita y yo. En las noches me acariciaba la empanadita imaginando que eran sus manos las que me tocaban. La imaginaba besando mi vientre, mi torso, acariciando mis pechos con sus manos suaves y delicadas, mordisqueando mis pezones, mordiendo mis clavículas, con sus dedos enredados en mi cabello. Esa era mi fantasía favorita. Soñaba que la maestra Martita me besaba el cuello, las orejas, ¡En la boca! Nunca nadie me había besado, y ahí estaba yo, a mis 14 años, fantaseando con que la maestra Martita me diera mi primer beso. Solo de pensar en su boca se me aflojaban las piernas. Me encantaba lo indecente que me hacía sentir.

Tomé la decisión de que me diera mi primer beso.

Y así es como llegamos a mi corpiño de flores.

Lo primero era averiguar si yo le gustaba. Y hoy me tenía que enterar.

Nos tocaba en la primera clase, así que me iba a ver recién bañada, arreglada y muy coqueta.

Me dirijo a ella aún en uniforme, sonriéndole mucho y jugando con mi cabello mientras le hablo. No le suelto la mirada. Le pregunto cualquier cosa. Me resulta tan intimidante que me pongo roja de solo estar ahí. ¿Quién se supone que debe inquietarse? Se me pegan mis compañeras y nos manda a cambiarnos, entonces va la segunda parte del plan. El microshort plan.

Me he traído el short más corto que tengo. Hoy es clase de carrera de fondo así que empezamos a calentar con estiramientos. Me tiro al piso y a propósito lo hago muy mal, entonces se acerca. Primero me recuerda cómo es el estiramiento correcto; sigo sin corregirlo, así que, como de costumbre, toma mi pierna y la estira. Vuelvo a hacerlo mal, así que se queda ayudándome a estirar. Yo no sé como se encuentre ella pero yo tengo mucho calor. El toque de sus manos me prende mucho. Toda la clase la hago especialmente mal, así que la tengo sobre mí los 50 minutos, 50 minutos donde me luzco lo más que puedo y hago que me toque lo más que pueda, pero no logro que me vea como yo la veo. La clase termina y creo que ha sido un total fracaso. Estoy a punto de darme por vencida cuando me llama y pide que pase a su oficina.

Amablemente me pide que me siente frente a ella. Con mucho gusto me sentaba en sus piernas, pero no lo propone. Me da una reprimenda, recordándome que soy de las mejores de su clase y que lo que hice hoy está muy por debajo de mi capacidad. Yo estoy a punto de llorar, no por la reprimenda, sino porque no me ha mirado bonito ni una sola vez. La vida no es como las novelas de mi mamá. Me siento muy tonta por pensar que podría seducirla como las niñas seducen a los adultos en esas historias. Entonces se lo digo de sopetón.

—Maestra Martita, es que usted me gusta mucho.

Se hace un silencio. Empiezo a asustarme, ¿Y si me expulsan? ¿Pueden expulsarme por gustarme una maestra?

Empieza a hablar. Me explica que soy una niña y que es normal que me sienta atraída por una figura de autoridad, que esas cosas pasan, pero que yo debo fijarme en niños (¡¿niños?!) de mi edad. Yo ya estoy llorando. ¿Así es cómo se siente un corazón roto? No la dejo terminar, me voy sin despedirme y me encierro en el baño. Sollozo un poco más y me arreglo en el espejo. «Ella se lo pierde» pasa por mi mente. Me siento muy tonta.

El día transcurre con normalidad, pero yo sigo soñando con ella y sus preciosas manos, su cabello cortito, su nariz respingada y sus ojos verdes. En el receso me aseguro de verme espectacular, de ser el centro de atención y mantener mi sonrisa en todo su esplendor. Sé que me está viendo, así que me retoco el brillo labial y me quedo con mi grupo de amigas muy cerca de donde se encuentra. Que me vea bien, ahora ya no la quiero. Aunque me encante. Aunque ver sus manos me derrita. Me engaño sola.

Las clases terminan y me voy a casa; hoy no pasan por mí, así que decido caminar. Decido caminar por donde sé que la maestra Martita maneja hacia su casa. Es el plan C.

Veo de reojo como un auto se detiene y baja la ventanilla, sé que es ella.

—Dulce, es peligroso andar sola, te acerco a tu casa.

Sonrío de manera radiante, me subo y le doy un beso en la mejilla; ahora es ella quien se ha sonrojado. Empezamos a platicar de la escuela, de mis compañeros, de mis padres, mi mente empieza a vagar así que discretamente subo mi falda, asegurándome de que vea bien mis piernas. Finjo que me duele algo y se orilla, preocupada; le digo que es la cara interior de mi muslo, que de repente sentí como un desgarre. De manera rápida tomo su mano y la llevo a mis piernas, azorada, se hace hacia atrás y me dice que eso está muy mal, que no puede ser. Yo estoy a punto de sentirme derrotada y me juego mi ultima carta.

—Maestra Martita, yo nunca he besado a nadie, y me gustaría que usted fuese la primera.

Se pone roja de inmediato.

Silencio.

Más silencio.

—Nadie debe enterarse de esto.

Me lleno de júbilo y brinco en mi asiento. Vamos a su casa. Durante el viaje toca mi pierna un par de veces. Me siento muy mojada. Entramos al estacionamiento de un complejo de departamentos, subimos al elevador y yo estoy respirando copiosamente de lo nerviosa que estoy. Me sostiene de los brazos y pregunta si deseo irme a mi casa, que no pasa nada y que sería mejor dejarlo ahí. A mí se me aflojan las piernas. Por supuesto que no quiero.

—Me quedo, he querido esto desde que la conozco.

Más silencio. Entramos a su departamento. Me pide sentarme en la sala.

—¿Quieres agua, refresco?

Yo solo quiero que me toque con esas preciosas manos, que me acaricie, que me susurre al oído, QUE ME BESE.

—No, muchas gracias.

Sonrío. Estoy muy nerviosa, pero quiero que pase.

Se sienta a mi lado. Cierro los ojos. Entreabro los labios.

Así fue como la maestra Martita me enseñó a besar.

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